lunes, 25 de febrero de 2013

Las leyendas de la Peña



LEYENDAS DE LA PEÑA 
Por Luis Mediavilla de la Gala. Leyendas extraídas de sus Cuadernos de la Peña


D
icen o al menos así lo pienso yo, que las leyendas nacen del subconsciente colectivo y de su nebulosa y ancestral memoria, actuando sobre la imaginación de gentes dadas a ensoñaciones y fantasías. También se dice, que las leyendas no son más que eso, leyendas y cuentos más o menos bonitos, que se narraban para ocupar los tiempos y las horas de tranquila convivencia. Pero no todos se ponen de acuerdo en, si responden sus contenidos a remotos sucesos o si sólo se trata de simples invenciones, más o menos antiguas.

Pero a tí y a mí, curioso y atento lector, qué mas nos da. Situémonos en una de aquellas antiguas reuniones de familias y vecinos, los hiladorios o veladeros que nuestros antepasados celebraban durante las largas, frías y oscuras noches invernales, a la luz mortecina y titubeante de algún que otro candil o, acaso, de una elemental tea de urces. Reunidos en torno al calor de los leños que crepitaban en el centro de la sala, se contaban anécdotas, sucesos e historias. Allí nacían los cuentos y germinaban las leyendas.


El Molino del Juncal
En algún tiempo o lugar, creo haber oído contar la leyenda del Molino del Juncal; aunque también pudiera ser cosa de mi imaginación. Pero el caso es que, los viejos más viejos del lugar, decían que oyeron referir a sus mayores que, en tiempos muy lejanos, cuando alboreaba el Cristianismo por estas tierras y aún no existía este pueblo, por aquí pasaba ya el camino que subía desde la vega al páramo, para enlazar con la Vía Romana que le atravesaba de sur a norte; pero, para tomar ese camino, se debía cruzar primero un amplio vado lleno de junqueras. De entonces se contaba que llegó un hombre, venido del Mediodía, el cual había pasado la mitad de su vida, como criado de un sabio toledano. Esto se supo pasado el tiempo, pues, al principio, nadie sabía dar razón de aquel forastero que vagaba por la zona, aunque solía vérsele con frecuencia al pie del Vado del Juncal, ayudando a cruzarlo a cuantos lo intentaban con excesivas cargas en sus carretas, por lo que pronto logró el aprecio de las gentes. Todos coincidían en que había terminado por levantar una choza en las proximidades del vado y que, durante meses y meses, le vieron cavar una larga y profunda zanja que partía desde el vado, cuyo objetivo nadie acertaba a discernir, por lo que dieron en pensar que el forastero estaba loco o buscaba algún oculto y desconocido tesoro, pues también le habían visto consultar con detenimiento unos antiguos y ajados pergaminos, que luego guardaba con gran cuidado. Hubo quienes le gastaron bromas y quienes osaron preguntarle por el motivo de tanto esfuerzo. Pero, a unos y a otros, les respondía con una muda sonrisa o, a lo sumo, con un enigmático “Ya veredes”. Cuando la zanja alcanzó al río, un buen tramo aguas arriba, pensaron que, simplemente, pretendía cambiar el curso del agua y como no veían razón práctica alguna, concluyeron en diagnosticarle una locura, como otra cualquiera. Incluso se olvidaron del asunto, cuando comprobaron que el forastero había desaparecido, de la noche a la mañana, sin dejar rastro ni recado alguno. Pasados unos meses, se corrió la voz del regreso del Hombre del Vado, acompañado por dos carreteros que trajeron dos grandes ruedas de piedra en sus carretas. Los viandantes les vieron cortar árboles en el robledal cercano y arrastrar los troncos con los bueyes, hasta el punto donde habían depositado las piedras, en una especie de meseta, al pie de su choza. El forastero cambió entonces la azada y la pala por el hacha y la azuela, afanándose en desbastar los troncos y darlos forma y tamaño, para lo que consultaba continuamente los citados pergaminos. Ante las nuevas inquisiciones de los curiosos que pasaban por el vado, la respuesta siguió siendo la misma: “Ya veredes”. Y vaya si lo vieron. A las pocas semanas, había levantado, sobre la meseta y cubriendo la zanja, una especie de tenada, y dentro de ella, un extraño castillete de troncos y tablas. Llegado a este punto, se volvió más comunicativo y les explicaba que aquello era un ingenio hidráulico; incluso solicitó la ayuda de voluntarios, para instalar en él las dos enormes piedras que habían traído los carreteros. Así y todo, seguía manteniendo en secreto el objetivo de aquel extraño artilugio, por lo que, cuando dijo que lo iba a poner en funcionamiento y que sería la admiración de todos, a la vez que muy beneficioso para la comarca, la curiosidad dio paso a la impaciencia. Había llegado ya los idus de diciembre, cuando anunció e invitó a todos los vecindarios próximos a presenciar su puesta en marcha. El día anunciado se convirtió en una verdadera romería de gentes que llegaban desde todos los casares y villas próximos. La impaciencia se había tornado en expectación y todo eran cábalas y conjeturas. Tal fue la afluencia de público y tal su animación, que el acontecimiento se estaba convirtiendo en una fiesta. Se encendieron hogueras y las gentes se congregaban a su alrededor, no sólo para calentarse, sino también para oír los comentarios y enterarse de las noticias que iban circulando a medida que avanzaba el día. Se decía que dentro del tinglado, había dos gigantescas ruedas de piedra.... Que había hecho un río nuevo, para que viniera por él el agua y ésta hiciera rodar las piedras.... Se aseguraba que pretendía moler así el grano. Cuando se supo que iban a meter y traer el agua del río por la zanja, a la que el forastero llamaba cuérnago, el público se arremolinó en sus orillas, para contemplar la mansa llegada del agua por el nuevo cauce y cómo iba subiendo de nivel, gracias a la represa que había levantado por delante del ingenio. Con el nivel del agua, subía también la expectación y hasta la inquietud de los asistentes. Cuando parecía que el agua iba a desbordar el cauce, el forastero abrió una compuerta y el agua fluyó rauda, precipitándose rugiente por el boquete, hasta chocar contra una rueda de paletas que se hallaba en la parte bajera del ingenio, el cual comenzó a crujir y retemblar de forma alarmante. La rueda se movía y, tras varios retoques y ajustes que hizo el forastero, el estruendo inicial se fue suavizando, hasta convertirse en un monótono ritmo de rozamientos continuos. Entonces, vació un escriño lleno de trigo, en una especie de arcón que había en la parte superior del ingenio, de donde comenzó a caer, en fino chorrillo, sobre el centro de las piedras. Se hizo un silencio expectante, que rompió un, “¡Ya sale!”, exclamado por un muchachuelo, al ver asomar las primeras briznas de salvados, seguidas de inmediato, por una masa harinosa que todos querían tocar y probar, admirándose de su color y calor. Las felicitaciones se repartían por doquier, mientras que el forastero les anunciaba: “En adelante, ya no tendrán que esforzarse las mujeres para moler el grano a mano... Este ingenio lo hará en menos tiempo y con menos trabajo.” Y, para celebrar el acontecimiento, convidó con vino a todos los asistentes, organizándose una fiesta, en la que no faltaron las coplas ni las danzas. Fue un gran día para la comarca. Por lo visto, el forastero casó con una moza garrida, que habitaba en el casar del páramo, al pie de la Fonte de aguas salutíferas; moza que había sido de las primeras personas en llegar al nuevo ingenio para moler un saco de centeno. La vida tiene estos caprichos. Y cuentan que, el ingenio, un molino movido por el agua y la familia del molinero, fueron el inicio de un gran pueblo, al que luego llegaron y se instalaron otras gentes de oficios y mercaderías diversos. También se recuerda, que siguieron celebrando cada año, la fiesta de los idus de diciembre, en recuerdo y conmemoración de aquel gran día. Pasados los años y casi olvidado el suceso, los vecinos discutían ya sobre el origen del nombre del pueblo. Para unos, “Res-Penta”, derivaba de la denominación que daban los primitivos pobladores, en su lengua, al vado y que significaba “El vado pantanoso del río”; mientras que, para otros, procedía de los acontecimientos que dieron lugar al surgimiento del pueblo y según ellos, significaba “El río de Penta”, pues creía recordarse que el nombre del forastero fundador, era Penta, el cual había hecho un río nuevo. Sea como fuere, resulta halagador tener una leyenda que, aunque no sea más que eso, una leyenda, nos hable de los orígenes del pueblo. y, además, ¿Quién puede asegurar que no fue así, o de parecida forma, como sucedió?.
 NOTA: Una versión de este cuento, fue publicada en el nº5 de “Los Cuadernos de La Peña”.  

      La fuente del Brezo

Un invierno más, un fuego parecido al de otros inviernos, congregaba en su corro a las gentes de la dehesa y también, con parecidas palabras, el Abuelo contaba de nuevo la misma historia. Año tras año, los dos hermanos habían aprendido de memoria todos y cada uno de los detalles que el anciano iba desgranando con parsimonia, al narrar y describir el milagroso caso del pastor que, tras despeñarse, sobrevivió aislado todo un invierno, a pesar de sus graves heridas, en las montañas del Norte. Ningún otro de los cuentos, leyendas y consejas que oían contar al viejo pastor, les había impresionado tanto como éste. Desde niños quedaron prendados de la voz del Abuelo cuando lo recordaba y, desde niños, le preguntaban y repreguntaban, inquiriendo detalles y explicaciones, que luego comentaban entre ellos, recreando en su imaginación las escenas y las circunstancias del hecho narrado. El caso había sucedido hacía varias generaciones y el Abuelo se lo había oído contar a su Padre y éste al suyo, sin saberse a ciencia cierta cuándo ocurrió. La historia comenzaba con la llegada del otoño y, con él, los preparativos para retornar al Sur, con los rebaños que habían pastado todo el verano en la montaña. El Rabadán o Pastor Mayor, había encargado al Zagal, que buscara y trajera a la majada, las dos cabras que habían mercado en la feria del lugar de los ciervos, para bajarlas hasta su tierra, donde servirían de apaño en la economía familiar. Pasaron las horas y llegó la noche sin que el zagal hiciera acto de presencia. Amaneció y el muchacho seguía sin aparecer, por lo que decidieron salir en su busca; recorrieron trochas y veredas gritando su nombre, sin más resultado que el hallazgo de una de las cabras. Fueron pasando los días y la inquietud inicial dio paso al temor y éste, al convencimiento de que no volverían a ver con vida a Mateo, que así se llamaba el zagal; el encuentro con una fiera o la caída en alguna profunda sima, habían acabado con su vida, pues les parecía imposible que se hubiera perdido. Demoraron la partida cuanto pudieron, no sin antes llegarse hasta los rebaños más próximos, para indagar y dar noticia de la desaparición del muchacho. Al final se impuso la realidad e iniciaron el retorno hacia las tierras bajas, con el recuerdo y la pena del compañero perdido. Mateo, al recibir la orden de buscar y recoger las cabras, había tomado el camino de los riscos del gran cortado norte, donde se las había visto por última vez y, llegado a ellos, no tardó en localizarlas, con la agradable sorpresa de ver que una de ellas llevaba a su vera una cría. Corrió, tratando de atajarlas, para que iniciaran la marcha hacia la majada, pero su presencia asustó al cabritillo, el cual dio en brincar alocadamente, hasta desaparecer tras el cortado. Había sucedido lo peor; había caído al abismo y allá abajo, muy abajo, se le veía patalear entre las rocas desprendidas. Más corto que perezoso, Mateo se fue deslizando y descolgando por entre los peñascos, pensando más en el cabritillo despeñado, que en el riesgo que él mismo estaba corriendo. Pero la montaña no perdona las imprudencias, aunque estén motivadas por el mejor de los sentimientos y el zagal pagó la suya al desprenderse la piedra en la que se agarraba para dar un paso arriesgado. Golpe tras golpe, su cuerpo terminó junto al del animalillo que pretendía rescatar. Allí estaban ya los dos cuerpos inertes y confundidos en un desmadejado y sanguinolento montón. Nadie supo y nadie sabrá jamás el tiempo, horas, días o semanas que transcurrieron hasta que una fría mañana, el zagal abrió los ojos. El desconcierto primaba sobre el descalabro y tardó en hacerse idea cabal de la situación. Su cuerpo era un puro dolor y sentía un frío horroroso en las piernas, aunque a su espalda percibía un agradable calorcillo. Allí estaba, en el pedregal de aquel terrible descolgadero, rodeado de un mar de retamas. Se notaba roto y comprobó, con cierta alegría, que el calor que notaba, procedía de la cabra que había perdido a la cría y que ahora se hallaba tendida a su lado. Pronto se unieron al dolor físico, las incertidumbres y los desánimos y con ellos el miedo, al sentirse impotente en su desorientación y desvalimiento, Gritó y clamó hasta desgañitarse, sin que sus voces y lastimeros quejidos lograran superar la barrera vegetal que dominaba el entorno. Si las primeras horas le resultaron penosas, los días que siguieron le llenaron de desesperanza. Todo era inútil; no saldría de allí con vida, porque sus compañeros nunca podrían dar con él y, además, calculaba y temía que ya se habrían marchado de la montaña. Sólo hallaba un punto de consuelo y un asidero para la vida, al que se agarraba en cuerpo y alma: la cabra, quien, en inusitada y milagrosa adopción, apenas si le dejaba sólo unas horas al día, dándole calor por las noches. Pero, sobre todo, se agarraba con ansia y desesperación a sus ubres, para saciar el hambre y la sed, ya que el animal le había adoptado con todas las consecuencias, por lo que él rezaba día y noche a la Virgen de su pueblo para que no le abandonara. Esas eran sus únicas bazas y sus únicas compañías; la fe en la Virgen, le consolaba y animaba y la cabra, le alimentaba y daba calor. Y no era poco. Si los días resultaban largos y dolorosos; las noches se volvían eternas, en desvelos, sopores y somnolencias, plagadas de pesadillas y sobresaltos. Aunque su cuerpo joven se iba sobreponiendo de las heridas, cualquier movimiento hacía palidecer la idea del infierno. Sus piernas y un brazo se hallaban inútiles, pero a pesar de ello, se planteó la necesidad de salir de aquel lugar sombrío, frío e inseguro. El ansia de vivir, le empujó a iniciar una mañana la marcha hacia el sol, hacia una ladera cubierta de brezos, que veía al otro lado de la vaguada y que le pareció mucho más acogedora. La marcha, consistió en arrastrarse lenta y penosamente a impulsos de su brazo sano. El dolor le ocasionó sufrimientos indescriptibles y hasta frecuentes desmayos, lo que le hizo perder la cuenta de los días que empleó en un recorrido que, en buen estado, no le hubiera llevado más de una hora; aquella pequeña distancia, se había convertido en inconmensurable para su invalidez. Cada centímetro se convertía en un tormento y cada metro avanzado, en un gramo de esperanza. El dolor de cada brazada le obligaba a detenerse y sólo el hallazgo de alguna bellota caída de los robles o el brillo de las gayubas, significaban pequeñas alegrías; guardaba las unas, devoraba las otras y, cada tarde, silbaba a la cabra, que acudía obediente al reclamo, con las ubres cargadas a reventar de la leche salvadora. Tras un horrible calvario, llegó a un punto de la solana que creyó aceptable, al pie de una gran mata de brezo que ofrecía cobijo en un hueco del terreno que había bajo ella. La terrible experiencia de tan corto desplazamiento y la inminente amenaza de los temporales de agua y nieve, le convencieron de la inviabilidad de cualquier proyecto de huída, por lo que se dedicó en los días siguientes a mejorar el abrigo, ampliando el hueco y acopiando ramas y hojarasca, todo lo cual había de servirle de techo, colchón y manta. Desde allí, recostado en el talud del terreno, dominaba el fondo del valle y veía a su compañera cuando bajaba cada mañana para pastar en la pradera que se extendía alrededor del arroyo del pequeño manantial que surgía unos pocos metros por debajo de su refugio. Los dolores fueron siendo más soportables y aunque la invalidez seguía presente, llegó a arrastrarse en los días soleados hasta la fuente, para lavar y aliviar su cuerpo y rebuscar bellotas y gayubas por el camino, en toda una jornada de doloroso esfuerzo. Intuía que la fuente había sido su salvación, pues sin su proximidad, seguramente que le hubiera abandonado la cabra, una vez superado el instinto maternal de los primeros días, al identificarle, de alguna manera, con el cabritillo muerto a su lado. Ahora obedecía ya al simple reflejo de animal doméstico, que hallaba dueño, pasto y agua. Así fueron pasando los vientos, las aguas, las nieves y los meses de un duro invierno, en el que toda la hojarasca con que se cubría, enterrándose literalmente en ella, resultaba insuficiente para abrigar su maltrecho cuerpo, por lo que, cada noche, atraía a la cabra a su lado, prestándose mutuo abrigo y calor. Por fin crecían los días y se veían más pájaros; las plantas comenzaban a mostrar señales y ganas de revivir y a él le inundaba un creciente hálito de esperanza que paliaba, en cierta medida, el drama de su inutilidad. Un buen día creyó oír el ladrido de un perro. Gritó y gritó, pero nada ni nadie parecían poder oírle. Un nuevo ladrido y, al poco, percibió los balidos del rebaño. Sus compañeros regresaban puntualmente como cada año. Sus gritos no cesaron ni, cuando entre lágrimas y dolores, recibió los abrazos de sus admirados y sorprendidos compañeros. No paraba de exclamar: “La cabra me salvó, la Virgen me guió a la fuente y ésta me dio la vida”. Frase que siempre repetiría luego, como colofón de su relato, cada vez que alguien le preguntaba por tan milagroso suceso. Y con estas o parecidas palabras, terminaba igualmente el Abuelo su narración, en la que abundaban aún otros muchos detalles sobre las altas montañas y los bravíos parajes donde habían tenido lugar tales hechos. La frase también había quedado grabada en la mente de los dos hermanos. Era como si les llegara un mensaje desde generaciones de ancestros: “La fuente es la vida”, venían a entender ellos. Un invierno más, habían vuelto a oír la misma historia y, una vez más, se había encandilado su imaginación; aunque en esta ocasión era distinto; habían sentido una extraña inquietud, un presentimiento; como si tal historia tuviera algo que ver con ellos. Lo cierto es que se hallaban inquietos, pues, en la primavera, iniciarían el camino de las cañadas que conducían a aquella serranía, la cual se les antojaba llena de encanto y misterios. Llevaban cinco años en la trashumancia, pero, hasta éste, no habían logrado engancharse en los rebaños que, al final del recorrido, tomaban el Cordel Cerverano. Llegada la víspera de la marcha, el nerviosismo fue creciendo en los ánimos de Pedro y Diego, que así se llamaban los dos pastores. Aquella noche fue especial y, sobre todo, inolvidable para ellos. Les costó dormirse, conversando sobre la inminencia del viaje y, como de costumbre, dando vueltas a la historia del Abuelo. Y soñaron y, en los sueños, se sintieron envueltos por una luz deslumbrante, de la cual salía un cálida voz que les hablaba de una fuente y de una Virgen.
 NOTA: Pedro y Diego, son los nombres de los dos pastores que protagonizaron el milagro del hallazgo de la imagen de la Virgen del Brezo. allá por el año 1478, según R. Fernández, autor de la historia del Santuario. Ver también el nº1 de “Los Cuadernos de La Peña”

 El Gigante de Peña Redonda 

Como en todos los anocheceres, se hallaban reunidos la familia y los parientes en el tradicional veladero. “Peña Redonda tenía un buen copete de nubes esta tarde”, dijo uno de los asistentes. Comentario al que siguió un largo silencio. “Eso es porque ha estado llorando el Gigante...”, susurró lenta y misteriosamente la viejuca situada al otro lado del fuego que ardía en el centro de la sala. Sus enigmáticas palabras, convocaron la atención de todos los asistentes y la parpadeante luz de la tea de brezo que colgaba del llar, iluminó las sorprendidas caras de una docena de personas, grandes y chicos, que en silencio, dirigían la mirada hacia la anciana que, hasta entonces, parecía dormitar acurrucada en el rincón. “Abuela, ¿Qué coime es eso del Gigante?”, inquirió al fin, con raspe, la dueña de la casa. Se hizo un silencio general, pero la anciana sólo añadió: “Cuando hay nubes coronando la picuruta de la peña, es porque el Gigante ha estado llorando...”, comentario que apenas si añadía algo a lo ya escuchado, pero que hizo aumentar la expectación, en espera de más detalles. Ahora fue uno de los chiguitos, el que indagó, anhelante: “Pero Abuela, ¿de qué Gigante hablas? Y la abueluca, con la parsimonia que dan e imponen los años, irguió el cuerpo cuanto pudo; se alisó una, dos y tres veces el negro pañuelo que cubría su cabeza, hasta dejar al descubierto sus ojillos y, desde el rincón oscuro, tras un carraspeo, su voz comenzó a relatar una antigua y olvidada leyenda. “Al otro lado de Peña Redonda, donde hoy están San Martín y Rabanal, vivía hace infinidad de años, incluso mucho antes de que se llamaran así esos dos pueblos, un Herrero muy famoso.....” Así, lentamente, la anciana fue desgranando la historia que había oído contar en su juventud; la historia de un Herrero que fue muy conocido en su tiempo, no tanto por su indudable buen hacer en el oficio, como por lo descomunal de su estatura, que doblaba con creces la de sus vecinos, los cuales le tenían también en gran aprecio por su bondad y honradez. Había llegado de otras tierras con la única compañía de una niña, quien, con el tiempo, se había convertido en una atractiva jovencita, cuya belleza era objeto de comentarios por toda la comarca. El Herrero levantó una casa a medio camino de ambos pueblos y allí transcurría apaciblemente su vida, repartida entre el trabajo y los cuidados de la hija, unidos ambos por un inmenso cariño. Pero un mal día, se presentaron dos forasteros a caballo, demandando sus servicios para una carreta que, decían, se había descompuesto en el camino del puerto. No le inspiraron confianza, pero su servicial carácter y el pago por adelantado, desarmaron sus argumentos y allá se fue con ellos. Efectivamente, allí estaba la carreta, pero en tan mal estado, que le llevó muchas horas el componerla medianamente, para que pudieran seguir su camino. Los forasteros se mostraron generosos, por lo que regresaba contento a casa, proyectando comprar, con aquellas monedas, ropas y adornos para su hija. Hija que no halló en la casa, ni en los alrededores. Nada supieron decirle tampoco en ambos pueblos, donde acudió presuroso y lleno de terribles presagios. Pensando que podría haber ido en su busca, al ver que tardaba en regresar del trabajo, y quizás haberse cruzado con él, aunque por distintos caminos, volvió al punto donde había reparado la carreta, sintiendo que el corazón se le paraba al ver, que aquella seguía allí, arrumbada, pero sin rastro de sus dueños. Parecían materializarse los peores presagios y si le quedaba algún atisbo de esperanza, se lo quitó un pastor, quien le aseguró haber visto de lejos, a cinco jinetes, que le parecieron cuatro hombres y una mujer, dirigiéndose hacia el paso del sur. Con ello, el Herrero cayó en la cuenta de haber sido objeto de un engaño: mientras dos le entretenían con la carreta, los otros dos habían raptado a la muchacha. Corrió precipitadamente hacia la gran montaña, para ver si alcanzaba a divisarlos desde la altura, pero sólo consiguió desgarrar las ropas y destrozarse los pies en tan alocada carrera. La noche se echaba encima y el dolor laceraba su corazón al sentirse impotente ante tamaña desgracia. Durante semanas, recorrió pueblos y comarcas al mediodía de la gran Peña, sin más resultado, que el dudoso testimonio de un mendigo, quien dijo haberse cruzado con una comitiva de tales características y haberles oído comentar que, algún día, regresarían de nuevo hacia las montañas. El Herrero se volvió huraño y taciturno; desatendió el trabajo y olvidó encargos y compromisos. Subía casi todos los días a la Peña y allí se pasaba las horas oteando el dilatado horizonte, asido, en loca esperanza, a la posibilidad del regreso que insinuó el mendigo. Tal llegó a ser su ansiedad, que dio en partir las rocas de un lado de la cumbre, apilándolas en el otro extremo, para, subiéndose al creciente montón, divisar así un mayor espacio de la llanura. Su vida dejó de serlo, para convertirla en un enloquecido arrancar y amontonar piedras.”¿No veis que Peña Redonda tiene como un escalón en la cara del Poniente? Pues se debe a los trabajos del Gigante”, aclaró la abuela. Pero lo más asombroso de aquel afanado frenesí, fue comprobar que no sólo crecía el montón de piedras, sino también la estatura del propio Herrero, que, si antes resultaba llamativa, ahora rayaba en lo monstruoso; se había vuelto realmente gigantesco y manejaba los enormes bloques de piedra, como si se tratara de simples guijarros. En la Peña se elevaba, a ojos vistas, un extraordinario mogote de rocas, que crecía y crecía cada día, ante la admiración de las gentes del contorno, cuyas miradas estaban siempre pendientes de aquella figura gigantesca, que se distinguía desde muchas leguas, al recortarse su silueta sobre el azul del cielo; especialmente, cuando, cada atardecer, se subía a la cima de la ciclópea pirámide de rocas, con la vana esperanza de ver aparecer en la lejanía, a su perdida y llorada hija. Una noche, cuando el montón de piedras acumuladas, casi igualaba la altura de la Peña, se oyó un horroroso estruendo y tembló la tierra, como si se hubiera producido un terremoto; todo ello, acompañado de espeluznantes alaridos, que se prolongaron a lo largo de interminables horas, sembrando el terror entre las gentes del contorno. Al amanecer, todas las miradas se dirigieron a la Peña, comprobando que el mogote de rocas se había desmoronado y que no había señal visible del Gigante, aunque, de vez en cuando, se oían los lastimeros gemidos, que llenaban de angustia los corazones de la población. Durante muchas lunas, el gigante gimió y lloró sin descanso ni consuelo y la peña quedó envuelta en una densa niebla. Derrotado y malherido, se había refugiado en una profunda sima, de la que sólo salía por las noches para llorar. Tan intenso fue el llanto y tan enormes sus lágrimas, que formando cataratas, corrían ladera abajo, arrastrando las piedras y puliendo la montaña, hasta darla el aspecto redondeado que ahora tiene. Los gemidos del Gigante fueron apagándose hasta extinguirse y sólo, de vez en cuando, continuaron oyéndose lloros y sollozos entrecortados, en cuyas ocasiones, volvía a cubrirse con un manto de nubes, formado por la evaporación de las lágrimas. Desde entonces, se la conoce como Peña Redonda, y cuando se ve el copete de nubes, se sabe que el gigante sigue allí escondido y que continuará llorando, por los siglos de los siglos, la pérdida de su hija, a la vez que vigila la llanura, para que no vuelvan a aparecer gentes desalmadas por estas tierras. El gigante se había convertido así, en protector de los pueblos que se asientan en su entorno y, durante muchas generaciones, nuestros antepasados, tras rematar la recolección de cada año, subían a la cima, para saludar al gigante y llevarle alimentos que dejaban depositados al pie de la sima. Se contaba que, a la noche siguiente de estas visitas, se oían grandes ruidos y hasta canciones que, rodando peña abajo, llevaban la tranquilidad a los vecindarios, al saber que el gigante se hallaba vivo y que, satisfecho de su generosidad, les protegería durante todo el año. Al acabar el relato de la anciana, un silencio, sólo roto por el crepitar de los leños en la lumbre, envolvió y abrazó a la concurrencia, hasta que uno de los hombres exclamó: “¡Rediez, Abuela! ¿Quién la contó semejante historia?”. “Oídme bien, hijos. –continuó ella- Ésta y otras leyendas que os iré contando en días sucesivos, encierran la historia de nuestros antepasados y sólo se narran una vez en la vida de cada generación. Cuando todos, menos uno, de los aquí presentes se haya ido al Más Allá, éste último deberá volverlas a contar a las gentes de su familia. Esa es la costumbre y esa será su obligación. Entre tanto, guardad el secreto, pero recordadlas y meditad sobre lo que significa todo cuanto os vaya diciendo. Yo soy la única que queda de los que las oímos contar en la última ocasión -¡hace ya tantos años...!- Ahora os las transmito, pues mis días tocan a su fin y debo cumplir el mandato que recibí de mis mayores.” 
NOTA: Sin duda, la majestuosa y destacada silueta de Peña Redonda, impresionó siempre a los habitantes de un amplio territorio, llegando a considerarla como símbolo y referencia del mismo; siendo muy probable que estuviera adornada por una mágica aureola. Sospecho que en esa PEÑA, en singular, se halla el origen del apellido de todos estos pueblos.

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